En mi regreso en avión de tierras más verdes que esta, sé que he vuelto a casa cuando empiezan a verse desde la ventanilla los campos ocres de la meseta. Desde las alturas, uno adivina en el amarillo descolorido la quietud que impone el sol de julio y agosto, mecido el aire, si acaso, por una brisa que arrastra un aire tórrido. En su irregularidad, los campos de labor simulan desde el aire remiendos de ropa vieja. Aunque las perspectivas de los paisajes de Joaquín Risueño estén a pie de tierra, no deja de intuirse en ellos esa misma trama textil. Los dos cuadros que reciben al visitante en la galería Leandro Navarro nos presentan llanuras inabarcables. Sólo muy, muy al fondo se intuye la silueta de una pequeña reunión de árboles. La tierra se ondula ligeramente pero no hay un solo promontorio abrupto. Todo se desarrolla en una superposición de planicies de tonos pardos.
En estos cuadros hay un aire inestable. Sobre la llanura impasible cuelga una nube amenazante. Empieza a llover y los amarillos, verdes y ocres de Castilla se tiñen de morado. Las primeras gotas quedan reflejadas en la lente de la cámara que Risueño ha empleado para fijar la imagen, antes de trabajar el cuadro en el estudio. Uno podría pensar que el majestuoso amarillo anaranjado del cuadro en la siguiente sala, Atardecer, debe más a ese trabajo posterior en el taller que a la realidad objetiva de la toma fotográfica. Al mismo tiempo, sin embargo, se puede pensar que este paisaje donde el cielo ocupa la mitad del lienzo, la tierra yaciendo bajo la luz de un sol que ya ha empezado a esconderse, es quizá una imagen más verdadera que cualquier fotografía. Risueño posee, es evidente, un talento natural para la pintura, la rara capacidad de captar en pocos trazos la realidad que se tiene ante los ojos. Una advertencia: como todo buen realista, los cuadros de Risueño no son un ejercicio de copista. Bajo sus paisajes late una intención, un deseo de comunicación. En el naranja límpido de otro cielo al atardecer aparece, solitaria, una nube oscura como una premonición.
Conozco este paisaje. Al acceder a la cuarta sala de la exposición me vienen recuerdos recientes de paseos por estos campos. Las bucólicas ensoñaciones de una vida retirada lejos de la ciudad me habían sido siempre bastante ajenas, pero recientemente creo haber caído yo también bajo el peso de este tópico urbanita. Para mí el Campo, así, con mayúsculas, ha sido casi siempre un paisaje transitorio, una excursión de un día o un alto en el camino entre dos ciudades. Pero todo cambia cuando un diminuto pueblo y sus alrededores, en los que antes era un foráneo, se han vuelto familiares. Camino entre los campos ocres, verdes y dorados sabiendo que a la vuelta del paseo no me espera una casa rural sino un hogar. Parado en la cima de un modesto promontorio, ensimismado en el lujo de no fijarme en nada, la mirada y la mente vagan por la ondulada llanura, limitada en el horizonte por una cadena de montes de color morado. Y sin embargo es en este vagar disperso del pensamiento cuando veo mejor lo que tengo delante.
Hasta hace apenas dos semanas la luz de la luna me era un fenómeno bastante extraño. En el paisaje nocturno de la ciudad la luna se muestra como parte de un decorado demasiado conocido. Su capacidad de evocación poética residía para mí en un puñado de cuadros románticos del siglo XIX. En la exposición, un cuadro de Joaquín Risueño me devolvió de pronto la conmoción de contemplar por primera vez toda la fuerza luminosa de una luna llena. El lujo acostumbrado de la luz artificial hacía imposible pensar que uno pudiera ver tan bien, tan nítidamente, en plena noche. De madrugada, dejada atrás la luz de las farolas del pueblo, acallado poco a poco el ruido de fiesta hasta que sólo queda el sonido de las pisadas, el paisaje se muestra nuevo bajo esta luz desconocida. De pie, en reposo, a medio kilómetro de distancia aún se divisan las casas y el campanario de la iglesia en la inmensidad de la llanura. Pero lo conocido se ha vuelto de pronto extraño. En medio del camino de tierra, enrarecido el ambiente por la ausencia de sus sonidos, contemplo el paisaje con el mismo silencio reverenciado con el que se mira una pintura.
Los paisajes de Joaquín Risueño se sitúan en un terreno incierto. Su quietud, su falta de interés por la luz cambiante, desmienten cualquier filiación con el impresionismo; la falta de un gesto pictórico distintivo lo aleja de los expresionistas. Bajo este realismo incierto late un dramatismo contenido. Risueño se sirve magistralmente de la geometría natural del campo castellano para presentarnos el paisaje no tanto como un reflejo de la realidad palpable sino como una declaración, un símbolo. En su división tajante entre el cielo etéreo y el detallismo orgánico de la tierra, estos cuadros se asemejan a los de Gustavo Torner.
Como sugiere Amalia García Rubí en el texto del catálogo, está claro que Risueño ha encontrado una afinidad íntima con estos paisajes. En nuestra época de reproducciones instantáneas, alguien no dedica horas de trabajo a pintar estos paisajes si no existe una motivación profunda. En el panorama actual, el paisaje parece el menos probable de los géneros artísticos. Y, sin embargo, hay quienes, quizá en medio de una contemplación abstraída, siguen encontrando en él una fuente inagotable.
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Joaquín Risueño. Paisajes 2013-2014. Galería Leandro Navarro. Amor de Dios 1, Madrid. Hasta el 31 de octubre.
Imagen: Joaquín Risueño, Campo roturado y nube, 2014. Óleo sobre tela, 130 x 162 cm.
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