Para Vanesa
El primer surrealismo, que fue un movimiento literario antes que plástico, abogaba por la práctica del automatismo. André Breton creía que este ejercicio liberaría la poesía de las ataduras de la razón, evitando todo condicionante estético y (más importante) moral, dando vía libre a la expresión del subconsciente del individuo. Para vencer las tozudas barreras de la consciencia, el poeta debía anotar las palabras y versos que primero se le vinieran a la cabeza, sirviéndose de las imágenes de un sueño recién soñado o de algún estupefaciente que dejara en un suspenso momentáneo las capacidades racionales del cerebro. Lógicamente, al pintor surrealista le resultaba más difícil poner este automatismo creativo en práctica: en lo que se tardaba en preparar el lienzo y disponer los colores sobre la paleta era muy probable que se hubieran evaporado las imágenes oníricas o diluido los efectos de la droga empleada. Y qué decir del escultor, sobre todo si su trabajo consiste en perforar hojas de cuchillo.
Sin ser enteramente una surrealista, las obras de Catalina Mena Ürményi (Santiago de Chile, 1971) comparten algunas de los rasgos más audaces del surrealismo. Tiene una especial habilidad para crear desconcierto en el espectador, objetivo ansiado por buena parte del arte contemporáneo pero que pocos consiguen llevar a buen puerto. Me refiero a un desconcierto auténtico, que toca fibras sensibles, ese que han llevado a cabo algunos artistas que, como Mena, son herederos parciales del surrealismo: Louise Bourgeois, Juan Muñoz, Carmen Calvo, Chema Madoz. Catalina Mena logra el desconcierto por medio de la combinación de objetos a priori incompatibles, creando imágenes de la misma violencia contenida que la plancha con clavos de Man Ray.
En las obras que pueden verse ahora en la galería Rafael Pérez Hernando de Madrid, Catalina Mena ha taladrado, sin duda con infinita paciencia, pequeños agujeros sobre las hojas de todo tipo de cuchillos. Después, utiliza esos agujeros para tejer imágenes o palabras con hilo. El inesperado uso de la hoja de un cuchillo como soporte para bordar remite inevitablemente al célebre verso del conde de Lautréamont, que no por tan repetido pierde su poder evocador: “bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”. Dispuestos ante nosotros, estos cuchillos visiblemente inútiles empiezan a destilar extrañas resonancias. El arte de Catalina Mena encuentra así vínculos con el surrealismo más audaz, ese que revela el subconsciente no del creador sino del espectador.
El arte de Catalina Mena vive de violentos encuentros entre objetos antagónicos. Vive de saber que un objeto no consiste en su mera apariencia física sino en todas las connotaciones y usos que tiene asociados. En un cuchillo inerte sobre una mesa están contenidos todos sus usos: con él se puede cortar un trozo de carne, pelar una manzana, dividir una tarta en porciones; y cometer un asesinato. En la obra titulada Arco iris, consistente en doce machetes de cocina dispuestos en forma de arco, Mena ha bordado sobre cada uno ellos unos coloridos motivos florales. Reaccionamos con extrañeza ante esta obra porque reúne en un solo lugar la actividad del carnicero y de la bordadora. La obra acontece, precisamente, en la brecha que separa ambos mundos. Toda la violencia asociada al machete –el gesto brusco que requiere el despiece de la carne, el ruido seco que produce sobre la tabla de cortar– queda de pronto desactivada. La peor de las violencias es la que podemos imaginar, la que oímos que han sufrido otros. Las obras de Catalina Mena juegan no con la consumación de la violencia sino con su posibilidad. Comparar el hilo sobrante que cae desde el lado posterior de las hojas de los machetes con finos chorros de sangre depende enteramente de lo que yo quiera imaginar.
El reino de Catalina Mena es el hogar. Que emplee objetos tan cotidianos como los cuchillos y actividades tan domésticas como la costura es de todo menos aleatorio. Como en Buñuel, como en el mejor Magritte, la eficacia de estas obras no depende de imaginar mundos fantasiosos llenos de símbolos esotéricos; todo su poder reside en lo que tienen de cotidiano. Nos invitan a comprobar la fragilidad de cosas que damos por supuestas. El civismo y la buena educación guían las relaciones sociales, dice Buñuel en El ángel exterminador, hasta que nos vemos privados de las comodidades que las sostienen; llamamos zapato a un zapato, dice Magritte, hasta que convengamos en llamarlo luna; un cuchillo sirve para cortar, dice Catalina Mena, hasta que decidamos usarlo como soporte para un bordado de flores.
En Léxico doméstico, la obra más ambiciosa de la exposición, la más rica, la más densa, Catalina Mena ha perforado las hojas de 400 cuchillos de toda clase. Sobre ellas ha bordado con hilo dorado otras tantas palabras. Juntos, los cuchillos forman una nube bajo la cual uno teme colocarse. El título de la obra alude tanto al carácter cotidiano de los cuchillos como a las palabras bordadas en ellos, una suerte de constelación verbal de la vida hogareña: amar, familia, cariño, olvido, fiel, mentira, felicidad, ceder, deseo, seguridad. Bastaría el desprendimiento de una sola de esas palabras afiladas, piensa uno, para dar al traste con el frágil equilibrio sobre el que se sostiene la convivencia doméstica. Visto así, el chasquido que produciría la ruptura de uno de los hilos que sostienen precariamente los cuchillos en el aire provocaría el mismo estruendo que el trueno que inaugura una tormenta.
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Las obras de Catalina Mena Ürményi pueden verse en la galería Rafael Pérez Hernando, junto a los interesantes autorretratos de la artista española María Gimeno, hasta el 4 de junio.
Imagen: Catalina Mena, Léxico doméstico, 2012. Cuchillos de cocina usados, perforados y bordados.